Reconocimiento

Ante el inminente nacimiento del Grupo de Montaña San José, un pequeño grupo se ha decidido a actuar como avanzadilla y reconocer el terreno por anticipado.

En el Canto X de La Ilíada Homero relata cómo, después de una severa derrota de los aqueos a manos de los troyanos, el rey de aquellos, Agamenón, envía a Diomedes y a Ulises a internarse entre las tropas enemigas en mitad de la noche para espiar los planes del príncipe Héctor. Ahí van unos pasajes:

«Como cuando relampaguea el esposo de Hera, de hermosos cabellos, al disponer un aguacero indescriptible o un pedrisco o una nevada cuando la nieve salpica los labrantíos, o en algún sitio las grandes fauces de la acre guerra, así de espesos brotaban en el pecho de Agamenón los suspiros de lo más hondo del corazón y sus entrañas temblaban dentro.»

«Nos hace falta a ti, Menelao, criado por Zeus, y a mi un consejo provechoso capaz de proteger y salvar a los aqueos y sus naves ahora que el favor de Zeus nos ha vuelto la espalda.»

«Y éste fue el plan que se le reveló como el mejor en su ánimo: ir a buscar antes que a nadie a Néstor Nélida, pastor de huestes, a quien halló en mullida cama junto a la tienda y la negra nave con las centelleantes armas yaciendo a su lado: el broquel, las dos lanzas y el reluciente yelmo. Yacía al lado el flamante cinturón con el que el anciano se ceñía siempre que se equipaba para el exterminador combate al frente de su hueste, pues no se rendía a la luctuosa vejez.»

«¿Por qué vagáis solos entre las naves por el campamento durante la inmortal noche? ¿Qué urgente necesidad ha llegado?

«Traspasaron la excavada fosa y tomaron asiento en un claro, donde el terreno aparecía libre de cadáveres en el suelo. En ese lugar se sentaron a intercambiar sus opiniones; y comenzó a hablar Néstor, el anciano conductor de carros:

¡Amigos! ¿No habrá ningún hombre que confiara en su audaz ánimo y que entre los magnánimos troyanos se internara a capturar al enemigo que esté en la vanguardia o a enterarse de algún rumor que haya entre los troyanos y de lo que planean entre sí, bien si arden en deseos de permanecer aquí lejos junto a las naves, o si a la ciudad van a retirarse, ahora que han doblegado a los aqueos? De todo eso podría enterarse y luego regresar con nosotros inmune.»

«Luego tomó la palabra Diomedes, valeroso en el grito de guerra: ¡Néstor! Mi corazón y mi arrogante ánimo me invitan a penetrar en el campamento de los cercanos enemigos, los troyanos. Mas si además me acompañara otro hombre, mayor será el consuelo y mayor será la audacia. Siendo dos lo que van, si no es uno es otro quien ve antes cómo sacar ganancia: pero uno solo, aunque acabe viéndolo, es más romo para notarlo y tiene menos sutil el ingenio.

Así habló, y muchos querían acompañar a Diomedes. Entre ellos luego tomó la palabra Agamenón, soberano de hombres: «¡Tidida Diomedes, favorito de mi ánimo! Tú mismo puedes escoger el compañero que quieras, el mejor de los que se presentan, que hay muchos voluntarios.»

«Si me ordenáis que sea yo quien escoja compañero, ¿cómo entonces podré olvidarme del divino Ulises, cuyo prudente corazón y arrogante ánimo sobresale en todos los trabajos, y a quien ama Palas Atenea? Con éste en mi compañía, incluso del ardiente fuego regresaríamos, porque sabe como nadie aguzar la vista.»

«¡Tidida! Ni me alabes demasiado ni me recrimines; pues los aqueos ya saben eso que declaras. Mas vayamos, que ya está avanzada la noche y cerca la aurora. Los astros han recorrido su curso; han transcurrido más de dos partes de la noche, y sólo un tercio nos queda aún.»

Los dos, nada más ponerse las temibles armas, echaron a andar como dos leones en medio de la negra noche entre muerte y cadáveres a través de armas y de negra sangre.»

«¡Amigos, de los aqueos príncipes y caudillos! A mis oídos llega el ruido de unos caballos, de ligeros cascos. ¡Ojalá sean Ulises y el esforzado Diomedes, que se traen tan temprano del campo troyano unos solípedos caballos!

En respuesta le dijo el muy ingenioso Ulises: ¡Néstor Nelida, excelsa gloria de los aqueos! Estos caballos recién venidos, anciano, por los que preguntas, son tracios. A su dueño el valeroso Diomedes lo ha matado, junto con otros doce compañeros, todos principales.»

«Luego Diomedes y Ulises se metieron en el mar y se lavaron del copioso sudor las pantorrillas, la cerviz y alrededor de los muslos. Una vez que la ola del mar les lavó el abundante sudor de la piel y se refrescaron con la brisa, se metieron en unas bien pulidas bañeras y se bañaron. Y una vez bañados y ungidos de graso aceite, ambos se sentaron a cenar. Luego apuraron de una cratera llena el vino, dulce como miel, y ofrecieron libaciones a Atenea.»

 

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